Estamos en el borde by Caroline Lamarche

Estamos en el borde by Caroline Lamarche

autor:Caroline Lamarche [Lamarche, Caroline]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 2019-01-01T00:00:00+00:00


Ulises

Los platos son azules, de un azul oscuro y luminoso a la vez, con pequeños dibujos tono sobre tono. Cada plato es único: en algunos los motivos son nítidos, en otros casi invisibles, se han fundido con la masa. No me han costado caros, estaban rebajados en Oxfam, un lote incompleto, ni seis, ni doce, ni siquiera diez, solo cinco grandes y cuatro pequeños, lo que impedirá que nos juntemos más de dos personas a la vez, sin contarnos a Zoran y a mí.

Cuando lo conocí, tenía un lote de platos desparejados, el saldo de su divorcio, habían tenido que repartírselos, él y su mujer, o puede que unos cuantos se hubieran roto durante la contienda. Los vasos también eran de juegos distintos, vasos de agua o de zumo de varios tamaños, algunos vasos de cerveza rotulados con logos diferentes, Leffe, Chouffe, Orval, Affligem, copas de vino, cinco grandes, siete pequeñas, y dos copas de champán. Compré en Ikea una caja de seis copas flauta para la visita del profesor Meyer y su mujer, es lo mínimo sabiendo que sin duda traerán una botella de algo, tal vez incluso de champán, de todas formas compré champán, champán de verdad, para más seguridad.

Ayer, conduciendo hacia casa de Zoran, en una carretera rural, frené a causa de un erizo. Un erizo joven, probablemente inexperto, que corría sobre el macadán, encantado de haber descubierto una vía de avance más despejada que las habituales praderas llenas de maleza. Circulaba derecho hacia mí, que iba a cincuenta kilómetros por hora, él puede que fuera a un kilómetro por hora, aunque se me echó encima, literalmente. Una vez parada, me sorprendió comprobar que las patas de un erizo en movimiento son largas y finas. Puse las luces de emergencia y cogí el erizo, pensando que me heriría en las palmas. El erizo se hizo inmediatamente una bola, las patas y el hocico plegados y ocultos, cabía perfectamente en el hueco de mis manos, todavía tenía las púas tiernas.

A la izquierda de la carretera, un prado con vacas. A la derecha, una pequeña zona de aparcamiento delante de un viejo molino restaurado, abierto a las visitas el fin de semana, cerrado debido a la hora. Al avanzar en busca de un refugio propicio para el erizo, divisé un coche estacionado en la zona de aparcamiento. A cierta distancia del coche, en la hierba, tres personas, de pícnic, sacaban del interior de un gran bol común, con las manos, algo que se parecía al arroz. Un hombre, una mujer y una chica, la mujer y la chica llevaban hiyab. Inusual en esta zona rural, donde uno más bien espera encontrarse holandeses de vacaciones o gente del lugar que pica algo al pie del molino antes de volver a su casa.

No los saludé —su discreción me pareció un signo de que preferían no ser vistos— y me contenté con dejar al joven erizo a cierta distancia, bajo un matorral. Al lado comenzaba un campo de maíz, probablemente un medio hostil para un animal habituado a la hierba fresca.



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